¿Impuesto a los gases de las vacas? una propuesta que reavivó el conflicto entre ambiente y ganadería

A comienzos de diciembre de 2025, la diputada bonaerense Lucila Klug, integrante del bloque Unión por la Patria, presentó un proyecto de ley que rápidamente encendió el debate público y generó una fuerte reacción en el sector agropecuario. La iniciativa propone crear una tasa ambiental sobre las emisiones de metano de la ganadería bovina en la provincia de Buenos Aires, bajo el argumento de que el sector contribuye de manera significativa al cambio climático.

La propuesta conocida como Tasa Ambiental sobre el Metano (TAMBA) plantea que los establecimientos ganaderos paguen un gravamen calculado en función de las emisiones estimadas de gases de efecto invernadero generadas por sus animales. Aunque desde el entorno de la diputada se aclaró que no se trata de un “impuesto recaudatorio” sino de una herramienta para incentivar prácticas de mitigación ambiental, el efecto inmediato fue el opuesto: rechazo casi unánime del campo, críticas técnicas, cuestionamientos económicos y una fuerte carga simbólica sobre el rol del Estado en la producción ganadera.

Más allá del impacto político, el proyecto volvió a instalar una discusión de fondo: cómo se mide el impacto ambiental de la ganadería, qué instrumentos son adecuados para reducir emisiones y hasta qué punto las políticas climáticas pueden diseñarse sin atender a la lógica productiva y biológica del sistema ganadero argentino.

Qué propone el proyecto de “impuesto al metano en la ganadería” y cuál es su fundamento

El eje central del proyecto impulsado por Klug es gravar las emisiones de metano (CH₄) generadas por la actividad ganadera, particularmente aquellas originadas en la fermentación entérica de los bovinos y el manejo de efluentes. El metano es un gas de efecto invernadero con un potencial de calentamiento global superior al del dióxido de carbono en el corto plazo, y por eso suele aparecer destacado en los inventarios nacionales de emisiones.

Según la diputada, la intención es “ponerle un precio” a una externalidad ambiental que hoy no está internalizada en el sistema productivo. La lógica es clásica dentro del enfoque económico-ambiental: si contaminar tiene un costo, los productores tendrán incentivos para adoptar prácticas más eficientes y reducir emisiones. En los fundamentos del proyecto se menciona que la ganadería representa una proporción relevante de las emisiones totales del país y que avanzar hacia esquemas de mitigación es indispensable para cumplir compromisos ambientales. En teoría, el instrumento permitiría diferenciar prácticas productivas y financiar políticas ambientales.

Sin embargo, la traducción de ese razonamiento al terreno concreto de la ganadería argentina plantea múltiples interrogantes técnicos y operativos.

Grandes cuestionamientos llevar este proyecto a la práctica

Uno de los principales interrogantes que recibió la iniciativa tiene que ver con la medición real de las emisiones. En la actualidad, las emisiones ganaderas se calculan mediante modelos teóricos y factores de emisión promedio, desarrollados para estimaciones macro, como los inventarios nacionales de gases de efecto invernadero. No existe, ni en Argentina ni en la mayoría de los países, un sistema que mida de manera directa y precisa cuánto metano emite cada vaca o cada establecimiento. Dos rodeos con igual número de animales pueden tener impactos ambientales completamente distintos según la genética, el manejo, la eficiencia reproductiva, la calidad del forraje y la productividad del sistema.

Aplicar un impuesto basado en coeficientes promedio genera el riesgo de penalizar por igual a sistemas eficientes e ineficientes, distorsionando cualquier señal de mejora ambiental. En términos técnicos, se grava el stock y no el desempeño.

Esta diferencia no niega el impacto climático del metano, pero sí obliga a analizarlo con herramientas conceptuales distintas. Equipararlo linealmente a emisiones industriales conduce a diagnósticos simplificados y, muchas veces, erróneos.

Repercusiones inmediatas: rechazo del sector agropecuario

La reacción del sector no se hizo esperar. Entidades rurales, técnicos, productores y analistas coincidieron en que la propuesta agrega presión fiscal a una actividad que ya opera con altos costos y márgenes ajustados. Desde CARBAP hasta asociaciones locales señalaron que el proyecto no reduce emisiones, sino que encarece la producción. El argumento central es que un impuesto no genera automáticamente cambios tecnológicos. Por el contrario, en contextos de baja rentabilidad, cualquier aumento de costos reduce la capacidad de inversión, justamente en aquellas mejoras que podrían disminuir emisiones por unidad de producto.

También se cuestionó la falta de un esquema claro de incentivos positivos. El proyecto no detalla cómo se utilizarían los fondos recaudados, ni establece beneficios concretos para quienes adopten buenas prácticas ambientales. Sin acompañamiento técnico ni financiero, la tasa se percibe más como un castigo que como una política de transición. Otro punto crítico es el impacto en los precios. Aumentar los costos en la producción primaria termina trasladándose, directa o indirectamente, al resto de la cadena. En un contexto inflacionario y de pérdida de poder adquisitivo, cualquier presión adicional sobre alimentos básicos como carne y leche genera tensiones sociales y políticas.

Más allá del contenido técnico, la propuesta se inscribe en una relación históricamente conflictiva entre el Estado y el sector agropecuario. Retenciones, intervenciones de mercado, cambios regulatorios y conflictos previos generan un clima de desconfianza estructural. En ese marco, un impuesto directo a la ganadería toca fibras sensibles. Para muchos productores, no se trata solo de una discusión ambiental, sino de una señal política que desconoce el rol estratégico del sector en la economía, el empleo y la producción de alimentos.

La comunicación del proyecto también jugó un papel importante. La idea del “impuesto a los gases de las vacas” se viralizó rápidamente, reforzando la percepción de una brecha entre la agenda urbana y la realidad productiva. Cuando el debate se reduce a consignas, se pierde la oportunidad de discutir soluciones reales.

¿Es realmente la ganadería la principal responsable de las emisiones de efecto invernadero?

Cuando se analiza la contribución real de la ganadería a las emisiones de gases de efecto invernadero, el panorama es más complejo de lo que suele plantearse en el debate público. Según el Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero de Argentina, el sector AFOLU (agricultura, ganadería y uso del suelo) explica aproximadamente entre el 40 y 45 % de las emisiones totales del país, pero ese porcentaje no corresponde únicamente a la ganadería bovina ni exclusivamente al metano. Dentro de ese conjunto, la fermentación entérica de los rumiantes representa alrededor del 20–22 % de las emisiones nacionales, medida en CO₂ equivalente, mientras que el resto se reparte entre cambios de uso del suelo, manejo de suelos agrícolas, óxido nitroso y emisiones asociadas a otras actividades rurales.

Sin embargo, estos números deben leerse con cautela. A diferencia de los sectores energético e industrial, principales emisores en países desarrollados, las emisiones ganaderas son biogénicas: forman parte de un ciclo relativamente corto del carbono. El metano emitido por una vaca proviene del carbono capturado recientemente por el pasto durante la fotosíntesis, y no de carbono fósil acumulado durante millones de años. Además, en sistemas pastoriles bien manejados, la fijación de carbono en suelos y pastizales puede compensar parcialmente esas emisiones, algo que los inventarios tradicionales no siempre reflejan con precisión. Esto no significa que la ganadería no emita gases, sino que su impacto climático no es lineal ni equiparable al de otras fuentes.

A nivel global, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que la ganadería aporta cerca del 14,5 % de las emisiones antropogénicas totales, considerando toda la cadena (producción, transporte, procesamiento y cambio de uso del suelo). En países como Argentina, donde predominan sistemas extensivos y pastoriles, ese impacto por kilo de carne puede ser menor que en sistemas intensivos de otras regiones. Por eso, cada vez más trabajos técnicos coinciden en que el problema no es la ganadería en sí, sino la ineficiencia productiva: rodeos poco fértiles, altas pérdidas, baja productividad por animal y mala gestión de datos. Penalizar de forma homogénea a todo el sector sin distinguir estos factores corre el riesgo de simplificar un problema complejo y diseñar políticas que no atacan el núcleo real de las emisiones.

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