Carne cultivada vs. carne tradicional: ¿cuál es realmente más “amigable” con el medio ambiente?

Durante años se instaló la idea de que la carne cultivada en laboratorio iba a “salvar al planeta” del impacto de la ganadería: menos vacas, menos metano, menos huella ambiental. La propuesta parecía ideal para un consumidor que busca alternativas más sostenibles, pero detrás del entusiasmo inicial surgen dudas sobre el verdadero costo energético de los biorreactores, la pureza de los medios de cultivo, el uso de insumos antibióticos y la complejidad tecnológica que requiere este sistema. Al mismo tiempo, el impacto de la carne tradicional no puede simplificarse a emisiones de metano: la forma en que se manejan los suelos, las pasturas y los animales modifica profundamente su desempeño ambiental. Lejos de un debate lineal, ambos modelos presentan matices y desafíos que necesitan ser analizados con mayor profundidad antes de afirmar cuál es realmente más “amigable” con el medio ambiente.

En esta nota, vamos a aproximarnos a algunos análisis muy interesantes sobre esta dicotomía, y cuáles son las opiniones de los expertos.

¿Cómo se produce la carne cultivada y la tradicional?

Carne cultivada: células, biorreactores y medios de cultivo

La carne cultivada se produce partiendo de células animales (generalmente musculares o satélite) que se aíslan de un animal donante y se multiplican en biorreactores. Esas células se alimentan con un “medio de cultivo” rico en azúcares, aminoácidos, vitaminas, factores de crecimiento y otros compuestos de alto valor, que en muchos casos se producen con tecnologías similares a la industria farmacéutica.

Para crecer de forma eficiente, las células necesitan:

  • Temperatura constante similar a la del cuerpo del animal.
  • Oxígeno disponible y bien distribuido.
  • Agitación controlada.
  • Un ambiente estéril, sin bacterias, hongos ni virus.

Todo eso se logra en biorreactores que consumen mucha energía para mantener condiciones estables y sistemas de filtración, presión positiva, refrigeración y control. Estudios recientes señalan que el mantenimiento de la temperatura y los sistemas de enfriamiento representan hasta el 70–75 % del consumo energético de una planta de carne cultivada.

¿Se usan antibióticos en la carne cultivada?

Aquí existen matices importantes, ya que las organizaciones que promueven la carne cultivada destacan que su objetivo es producir sin antibióticos, aprovechando entornos muy controlados donde, en teoría, no son necesarios. De hecho, los pocos productos aprobados hasta ahora se publicitan como libres de antibióticos. Sin embargo, revisiones científicas sobre el estado real de la tecnología señalan que muchos protocolos de cultivo celular siguen usando antibióticos y antimicóticos (penicilina, estreptomicina, gentamicina, anfotericina, etc.) para evitar contaminaciones, y que existe preocupación por la posible presencia de residuos en el producto final si no se controla bien.

En otras palabras: la promesa es una carne cultivada sin antibióticos, pero a día de hoy gran parte de los procesos de investigación y escalado dependen de ellos o de moléculas alternativas (péptidos antimicrobianos, por ejemplo) para mantener la asepsia.

A diferencia de un organismo vivo —que tiene piel, sistema inmune, microbiota protectora y mecanismos naturales para defenderse de bacterias, hongos y virus— un cultivo celular crece en un medio líquido rico en nutrientes donde cualquier microbio puede multiplicarse más rápido que las propias células, arruinando la producción completa. Los biorreactores requieren condiciones estériles permanentes, pero incluso con filtros HEPA, presión positiva y protocolos de desinfección farmacéutica, el riesgo de contaminación sigue siendo alto, especialmente en escalas grandes. Por eso, muchos laboratorios y plantas piloto usan antibióticos y antimicóticos (como penicilina, estreptomicina o anfotericina) para mantener el cultivo libre de patógenos mientras las células se multiplican. La dependencia de estos compuestos no es un capricho: es una consecuencia directa de intentar reproducir, en un entorno artificial y sin defensas biológicas, un proceso que en la naturaleza ocurre dentro de un organismo diseñado para sostener vida y resistir infecciones.

Carne tradicional: del sistema biológico al plato

La carne tradicional surge de un sistema mucho más complejo, donde intervienen animales que convierten pasto, granos o subproductos en proteína dentro de un organismo vivo con metabolismo, sistema inmune y capacidad de adaptarse al ambiente. Su producción no depende de medios sintéticos purificados, sino de la interacción entre suelo, agua, clima, biodiversidad vegetal y microbiana, y de decisiones de manejo como la carga animal, la rotación de potreros, la suplementación, la sanidad, la genética y el bienestar. En sistemas pastoriles bien manejados, el eje no pasa solo por “cuántas vacas emiten metano”, sino por lo que ocurre con el suelo y la vegetación: cuánto carbono se acumula, cómo se infiltra el agua, qué biodiversidad se sostiene y qué servicios ecosistémicos se generan. La diferencia es enorme si se compara un feedlot sobre un suelo sin cobertura vegetal con un sistema de pastoreo racional o regenerativo sobre pasturas permanentes, donde un animal sano, bien nutrido y bien manejado puede desempeñarse sin depender de insumos sintéticos complejos, contribuyendo a un proceso productivo más integrado con el funcionamiento natural del ecosistema.

Las vacas como transformadoras de recursos no comestibles por humanos

Las vacas tienen una capacidad única que ninguna tecnología alimentaria logró igualar: pueden transformar alimentos que los humanos no podemos consumir (como pasturas, forrajes fibrosos y plantas ricas en celulosa) en proteína de alto valor biológico, hierro hemo, vitaminas del grupo B y ácidos grasos esenciales. Gracias a su rumen y a la fermentación microbiana, convierten materia vegetal de muy baja calidad nutricional para nosotros en un alimento denso en nutrientes, algo especialmente valioso cuando se considera la disponibilidad de tierras en el mundo.

A nivel global, se estima que el 70 % de las tierras agrícolas son pastizales y zonas no aptas para cultivo, donde no se pueden sembrar cereales o hortalizas, pero sí pueden sostener ganado. En Argentina, esta lógica es todavía más marcada: una gran proporción de la Patagonia, la región semiárida y amplios sectores de las serranías y pastizales naturales no son cultivables, pero sí permiten la producción ganadera. Así, lejos de competir con la agricultura por granos destinados al consumo humano, gran parte de la ganadería a pasto aprovecha superficies marginales que no podrían utilizarse para producir alimentos vegetales, convirtiendo biomasa inaccesible para nosotros en un alimento nutritivo y culturalmente central en la dieta.

A esto se suma el valor cultural y patrimonial de las razas y recursos genéticos que han acompañado al ser humano durante siglos moldeados por climas, paisajes y tradiciones productivas. La ganadería no es solo un sistema biológico, sino una construcción histórica, social y económica que forma parte de la identidad de regiones enteras, sostenida por saberes transmitidos entre generaciones que integran paisaje, tecnología y cultura en un mismo proceso productivo.

cONCLUSIONES

En este contexto, resulta evidente que una parte importante del debate ambiental debería orientarse a reforzar la investigación y el mejoramiento de los sistemas ganaderos, en lugar de depositar expectativas desproporcionadas en soluciones que dependen de procesos extremadamente industriales y cercanos a la farmacéutica, como la carne cultivada. Invertir en genética adaptada, manejo regenerativo, bienestar animal, eficiencia reproductiva, nutrición de precisión y conservación de pastizales suele generar impactos ambientales reales, medibles y escalables, mientras fortalece economías regionales y sistemas culturales arraigados al territorio.

La ganadería tiene un enorme margen para seguir mejorando su sostenibilidad, y dirigir recursos hacia ese camino (optimización del secuestro de carbono, manejo de suelos, trazabilidad inteligente, reducción de pérdidas productivas) puede ofrecer beneficios ambientales más concretos que intentar reemplazar procesos biológicos complejos por cultivos celulares que aún enfrentan desafíos tecnológicos, energéticos y sanitarios difíciles de resolver. En definitiva, potenciar la ganadería bien manejada no es mirar al pasado, sino apostar por una vía evolutiva que integra ciencia, eficiencia y ecosistemas, en vez de desplazar la producción de alimentos hacia modelos artificiales.

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